El ramo de rosas

Conde de Superunda y Camaná es el rincón del centro de Lima que más le gusta a Santiago. La plazuela Santo Domingo es lindísima, dice él. Esa tarde nublada una brisa suave irrumpe con cierta delicadeza junto con la benefactora alegría coqueta y provocadora que el corazón de Santiago tiene. Los tres árboles acogen en sus ramas a un cúmulo de palomas señeras que convergen hacia la dorada estatua del niño lustrabotas que parece mirar hacia el reloj de la casa postal que está allí, inerte, dando una falsa sensación de ausencia de tiempo. Frente a él está la iglesia de Santo Domingo, vacía, con los vendedores de incienso atontados por los densos vahos misteriosos y la terca garúa. Se mezclan vendedores de artesanías, anacrónicos escribanos con máquinas de escribir de la época del cine mudo, turistas errantes, ambulantes persistentes, aburridos policías. La banca, necesitada de gente, vibraba con el pasar constante de los autos. Santiago jugaba con el ramo de rosas que le compró a un pequeño niño en la Plaza Mayor mientras esperaba a Mónica, el ángel que trabajaba en la Gerencia General de la empresa, con una inquietud que rebasaba todo gesto: hace dos años que esperaba ese encuentro, y ese día había llegado.

Cuatro de la tarde. La pareja de enamorados que estaba sentada en la banca adyacente cuando él llegó se había ido ya. Los rostros de alrededor eran otros, más difusos y más diluyentes. El ramo de rosas seguía en manos de Santiago, ya sin tenues movimientos, ya sin vida aparente...

Ocho de la noche. Ya todos parecían hombres de metal, sin gracia ni emociones. La noche invadía los rezagos de brillantez, apoderándose inmisericorde de la figura tan llena de melancolía que está en la plazuela con unas rosas, sola, como arrinconada y acosada por algo. Ya agotada, la masculina silueta se pone de pie y camina. Bordea la escultura bruñida y va a la esquina a tomar un taxi, que, en contraste con la razón de su espera, llegó antes de lo pensado.

Tres de la mañana. En la sala del departamento lucen desolados un vaso con restos de cerveza, el saco que Santiago tuvo puesto para el encuentro, dos cajetillas sin cigarrillos y un cenicero roto. En una de las manos tenía Santiago el ramo de rosas, rojas, que no tenían sentido en ese instante. En la otra cogía un encendedor alargado y cilíndrico pintado de ámbar. El chamusquido inclemente dominó la escena largo rato; pétalo tras pétalo las rosas se llenaban de desencanto, arremetiendo el fuego contra el frescor y la esperanza, dejando solo un hálito cruel, contumaz, triste.

Cuando más oscura está la noche más lindas se ven las estrellas, pero igual, es tan fácil romper un corazón.


(1999 - RyM N°13 Abr 1999)
Foto: Víctor Mendívil 
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