Camila

Así se llama ella. De seguro la podría considerar la chica más linda que he visto en mi vida. Diáfana, sincera, muy especial. Me huyen las palabras necesarias para describirla. Vive en otra ciudad, de aire puro, de calles estrechas e inclinadas, de gente campechana y sencilla. Aquella cruz, ubicada en el cerro más conocido de ese lugar, fue una muda observadora de cómo nos fuimos haciendo amigos, de cómo compartíamos nuestros sueños. La distancia que nos separa no fue impedimento para que nuestra comunicación fuera, aunque algo esporádica, cálida, clara y franca, digna del cariño que nos profesábamos. A veces pensaba que estaba enamorado de ella, pero siempre mi ser lo negaba. Total, su amistad era para mí cosa suficiente, avasallante. Es por eso que ahora que ella está sumergida en el inframundo de las drogas me siento apocado, agobiado, preso de la impotencia. Cuando muy pronto me dirija hacia la dirección donde apunta la brújula, rumbo a aquella casi ganadera ciudad, en la mitad de este pálido invierno que Lima posee, de seguro nada será como antes. Camila se consume, se mata de a pocos; la chica más linda que he visto en mi vida se va rumbo a la nada, mientras yo estoy aquí, en mi casa del este de esta gran urbe, sin poder hacer nada por evitarlo.

(1998 - RyM N°4 1998)

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