Destino

Cuando Daniel González, un hijo único, salió de su casa dejando a los ojos que lo vieron nacer ahogados en un océano de desasosiego, jamás imaginó que a partir de ese día su vida ya no sería la misma. Cristina, su madre, era alcohólica hacía veinte años. Vivía entre los quehaceres monótonos y estrujantes del hogar, la escuela donde ella era profesora, y la preocupación creciente de la manutención familiar. Manuel, su padre, estaba desempleado. Era sumamente machista e indiferente al clamor angustioso que noche tras noche Cristina anunciaba mientras él simulaba dormir. La familia era tan solo nominal: Daniel tenía su mundo en la universidad, donde pasaba todas las horas posibles junto a sus amigos y a su novia; Manuel se levantaba a las once de la mañana y salía a conversar con sus conocidos del barrio, igual de desempleados y embarrados de fracaso, y no hacía más cosa que eso; Cristina rotaba entre la literatura que su pedagogía exigía y la oscuridad que el vicio silencioso le acercaba vez tras vez. Casi no hablaban entre ellos.

Ese día, muy temprano, los dos González discutieron fuertemente. En un arranque de furor y odio acumulado de años y años de rencorosa displicencia, Daniel empujó a Manuel contra el alféizar de la ventana de la cocina y se fue a buscar la pistola al dormitorio de sus padres. No la encontró. Cuando volvió, Manuel se abalanzó contra él con la fuerza que una persona alcanza solamente cuando está frente al enemigo. Entonces Daniel tomó un cuchillo recién lavado -aún estaba mojado- e hirió a su padre en un brazo.

-Desgraciado, no mereces nada- dijo Daniel, yéndose después a la calle, casi corriendo. Manuel quedó en el suelo, con un no pequeño charco de sangre que ensuciaba el impecable piso cerámico de la cocina, cambiado pocos años atrás.

Por la mente de Daniel pasaban mil cosas. Pensaba que su padre no merecía la vida, porque infames como él solo llenan el mundo de dolor, de paisajes sombríos; ni siquiera merecía la muerte, porque la paz que ella ofrece es para aquellas almas humanas caritativas. ¿Humano, su padre? Ni siquiera lo era con su compañera de veinticinco años. Su mente bullía.

La casa quedó turbada. Sin querer, Cristina mezcló esa sangre con sus lágrimas sempiternas y pétreas cuando fue a la cocina a ver lo que estaba pasando. Manuel se fue al baño y curó el tajo en su brazo. Después, salió fingiendo no escuchar el sollozo conmovedor de su esposa. Siempre era lo mismo.

-Si algo quedaba de esta familia, hoy eso se desintegró - musitó para sí misma Cristina, resignada.

Cuando Daniel volvió a casa, encontró a su madre en la mesa del comedor, al lado de una botella de whisky, con una ebriedad abrumadora. Él tomó la botella y la arrojó contra la pared en donde estaba el retrato de los tres de hacía diez años, hecho en una navidad. Un pedazo de vidrio cayó en el largo vestido que traía Cristina. Lo rasgó.

-¿Porqué hiciste ella? -reclamó ella- ¿A tu padre?
-Si encontraba la pistola, te juro que lo mataba - dijo Daniel
-¿Por qué? ¿Por qué?
-Mamá... -y dudó un instante- cada vaso de esa porquería que tomas te degenera más y más, te disuelve el alma. ¡Y tu alma es la mía! ¿No lo entiendes? A ese imbécil no le importa tu cuerpo ni tu espíritu. Lo único que quiere es que trabajes y traigas el dinero para los gastos. ¡Y él no mueve un dedo! Su indiferencia lo condena. Ni siquiera merece jugar el fútbol con los idiotas del parque.
-¿Y tu indiferencia? -preguntó Cristina, con un tono de voz de ultratumba, como si se le fuera la vida -¿Qué de tu indiferencia?
-Yo... no tengo excusa. ¡Es más fácil escapar, mamá! ¡Pero no se puede! ¡Nunca se puede!

Un cúmulo de voces, variopinto, se filtró desde la puerta principal. De pronto, esta se abre y aparece Manuel con varios policías. Escrutó todo, y señaló a su hijo.

-Él me hirió. Deténganlo.
-Pero... -dijo Daniel, desconcertado, sin saber lo que sucedía con precisión.
-Señor Daniel González, queda detenido por intento de homicidio - anunció un policía, de forma casi protocolar, como un funcionario de registros civiles.
-¡No puede ser!- gimió Cristina- ¿Qué estás haciendo, Manuel? ¿Te volviste loco? ¡Es tu hijo único!

Él la ignoró por completo.

Todos salieron, haciendo harto escándalo. Los vecinos, por supuesto, ya estaban al tanto de todo. Cristina lloraba, era demasiado para un solo día. En un instante quedó sumida en la profundidad de la desolación más abyecta: sin hijo, sin esposo, sin esperanzas. En ese momento sintió que ya no tenía nada más por qué luchar, por quien salir adelante. Se le fueron las fuerzas. De pronto, fue a su dormitorio y buscó algo. 

Lo encontró.

Cuando el grupo que llevaba detenido a Daniel cruzaba la esquina, sonó un disparo.

Era el destino: la pistola mataría a alguien ese día.

Que extraña que es la vida a veces.


(1998 - RyM N°12 Dic 1998)

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