No duelen más

Anoche fui a la ceremonia. Salí de mi departamento, digamos, sin muchas expectativas, con la sensación de que iría a una cita última con el pelotón de fusilamiento, pero igual yo andaba tranquilo, como resignado a mi suerte. El carro nacarado se portó bien en el camino casi sin tráfico a pesar de los achaques de los últimos días. Me estacioné. Me quedé sentado. Esperé. No quise bajar. No vi restos de esquirlas. Vi cerca el auto de los señores Vásquez: el mismo Audi que usan desde los ochentas, conservadísimo, que tienen por presunción porque todos saben que apenas pueden pagar su mantenimiento.

Todo cambió apenas entré a la casa. El sitio en sí me es indiferente, no tengo vínculos con ese lugar amplio y frío, de techos altos interminables, pero había muchas flores, arreglos y cosas vistosas, como si todo fuera una fiesta costumbrista, una yunza con el árbol lleno de regalos. Había mucha gente, abundantes rostros conocidas por aquí y por allá. A lo lejos vi a Laura Barandiarán, con muchas más arrugas, como si hubiera envejecido tres décadas en los últimos dos años. Que obvio que es el retoque en sus fotos de Facebook. Adelante, los agasajados: Don Rolando, Doña Belén, los dos hijos, los abuelos a quienes no conocía, otras personas que seguro eran otros miembros de la familia.

Caras y más caras, imágenes de épocas que supieron ser buenas, de acogida. Me sentí de inmediato vulnerable, recordando todo a mil por hora. No sé por qué recordé los tiempos tenebrosos, con mi afán atroz por una respuesta que al menos calme la tristeza y el desconcierto que se establecieron en mí por estos días. Oscuridad en medio de las batallas, la lluvia sobre mojado. Pronto vino el discurso. Lo escuché con calma, atento. Me di cuenta -por fin- que podía escucharlo sin concentrarme en los errores o particulares puntos de vista (que estaban allí, claro está). Se habló de misterio, de alegría, de lágrimas. Lógicas dentro de ese esquema mental. Lógicas para la mayoría de gente.

El fin de la ceremonia fue raro, nadie sabía que ya todo estaba terminado, así que me paré y fui a dar el saludo a la familia, el primero de todos. Doña Belén con la sonrisa de siempre, de protocolo, mascarada; Don Rolando sí parecía más presente. Luego, los saludos de rigor con los asistentes. Algunos, por supuesto, me evitaron adrede, recordando seguro los tiempos de la guerra. El gordito, siempre afable, me pidió volver, que las cosas no eran lo mismo sin mí. Un pedido raro, la verdad. "Se firmó la retirada" le dije. Yo no pensaba en eso, era imposible regresar aquí, era algo que no podía considerarse. Mi cabeza solo cavilaba en que estaba en ese sitio en paz, en calma. Ya no había trincheras, ni los restos de los bombardeos. Mis propias heridas estaban sanadas. Ya no duelen más.

Comentarios

Entradas populares