La escalera

A las tres de la mañana del 17 de enero de 1999, Bruno Messe cogió una rudimentaria cuerda hecha de las sábanas de su cama, la ató a una de las barandas de la escalera, y procedió a ahorcarse. Quince minutos forcejeó con la muerte; durante unos segundos se arrepintió de su decisión y quiso recordarle a la vida todo el esfuerzo que hizo por tolerarla, quiso exigirle menos crueldad de su parte, quiso suplicar algo de paz en su lucha. Fue inutil. Su cuerpo quedó inerte, colgado tétricamente como un torpe espantapájaros bucólico y falaz, sin que nadie lo notara hasta pasado el amanecer, frente al comedor.

Piero Messe, el padre, bajó temprano a alimentar a los canarios. Bordeó el cuerpo flácido, cogió un poco de alpiste, entró al patio y repartió homogeneamente el preciado alimento avícola. Volvió, fue a la puerta principal, cogió el periódico e inició su lectura pausada en un sillón de la sala. Regina Messe, la madre, tanteó cuidadosamente los frios escalones de la escalera, llegó al comedor y chocó con violencia con el cuerpo, quedando aturdida un instante. Al recuperar el sentido, se dirigió a la cocina danto pequeños pasos con los brazos levantados a manera de una pértiga de equilibrio, para comenzar la preparación del desayuno. Andrea y Paola Messe, las hermanas, bajaron después aún adormiladas y ahogadas en la pereza. Se echaron en el sillón al lado de su padre, riendo al observar la meticulosidad de su madre ordenando los utensilios del comedor. Miraban con extrañeza el porqué de su caminar zizagueante al pasar cerca de la escalera. ¿Acaso no veían el cadaver?

― A tomar desayuno ― dijo Regina.

Cuatro tazas estaban colocadas en una simetría perfecta. En la cabecera se sentó Piero, a su diestra estuvo Andrea, a la izquierda Regina, en el lugar sobrante Paola. Comieron, conversaron largamente. El muerto estaba como un mudo espectador de la tertulia familiar. ¿Acaso no lo querían ver?

Al terminar, Piero y Regina se cambiaron de ropa y salieron a la calle. Paola recogió las tasas, las cucharas, las paneras, y las llevó al lavadero. Andrea se quedó mirando atentamente el cuerpo inmovil, pendiente de la escalera.

― Lo hiciste, Bruno ― espetó ella ― ¿Y a quién le importa?


17011999

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