Febrero
La brisa de hace mucho tiempo ya, que no movía barcos ni hacía volar cometas, calurosa, sin dueño, se llamaba muerte y rondaba por todo sitio, por cada calle por la que caminaba pero mucho más por las hendiduras del alma, bien adentro, por todas las heridas y las penas y las rabias y las tristezas y los desamparos, hasta que se cansó o se aburrió o huyó de los nuevos vientos fríos del otoño, no sé. Volvió mucho después, con otro semblante, hablando un idioma distinto y con otro nombre que borraba la identidad de antes: vida se llamaba ahora, el rostro era feliz y prometía todo el júbilo del universo, como una epifanía. No sabía qué hacer con eso. Se quedó como una década pero igual se acabó marchando, dejando el desconcierto de lo inesperado, de lo que no estaba en los planes, de lo que no debía suceder. Pero la brisa fue contumaz y ha regresado con un tercer nombre. Es ahora casa. Es una puerta de hierro, una puerta de madera, una escalera de quince escalones, un piso rojo, es madera de otra época; es multitud de ventanas que pesan tanto como el planeta entero, como mi desidia. Uñas clavándose en la tierra. A partir de este día, si alguien se irá, seré yo, dejando solo a este soplo que me ha cambiado la vida una y otra vez, que la ha reconstruido, mientras en mi camino seguramente le iré pidiendo a Dios que tenga misericordia porque he sido como ese siervo que enterró su talento por tener miedo del amo furioso, que nunca supo exactamente qué estaba haciendo aquí.
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